lunes, 19 de octubre de 2009

Apocalipsis

Cada uno a su manera, todos aguardaban con temor y recelo.
El estudiante que, ensombrecido por la luz de un flexo, se refugiaba en sus apuntes. Sea una función continua y derivable en equis igual a a, iba repitiendo como un mantra, y entre bis y bis, como si fueran rebanadas de pan de molde, se colaba la mortadela: ya falta poco, muy poco... Su pulso se aceleraba y el único consuelo era el estudio cansino.
La mujer que, en su espera por excelencia, dejaba reposar sus pesadas piernas en el cojincito del sofá, acariciando su redondo destino, preguntándose si finalmente todo ocurriría en la fecha que le habían asegurado, destilando sudor cada vez que se lo planteaba. Sólo veía dolor.
El enfermo que, por el contrario, desconocía la fecha en que por fin llegaría, sólo podía desearlo con todas sus fuerzas, porque cuando sucediera por fin se olvidaría de su sufrimiento.
El profeta que se colgó el cartel y predijo la fecha: el dos mil doce (¿no fue una vez el dos mil?), año en que todo se irá por la borda, al menos tal y como lo conocemos. Algunos, los menos, le hacían caso; los demás preferían vivir el presente. Ya tenían suficiente con sus propias esperas.
Un examen, un hijo, un corazón, el fin del mundo.