lunes, 19 de octubre de 2009

Apocalipsis

Cada uno a su manera, todos aguardaban con temor y recelo.
El estudiante que, ensombrecido por la luz de un flexo, se refugiaba en sus apuntes. Sea una función continua y derivable en equis igual a a, iba repitiendo como un mantra, y entre bis y bis, como si fueran rebanadas de pan de molde, se colaba la mortadela: ya falta poco, muy poco... Su pulso se aceleraba y el único consuelo era el estudio cansino.
La mujer que, en su espera por excelencia, dejaba reposar sus pesadas piernas en el cojincito del sofá, acariciando su redondo destino, preguntándose si finalmente todo ocurriría en la fecha que le habían asegurado, destilando sudor cada vez que se lo planteaba. Sólo veía dolor.
El enfermo que, por el contrario, desconocía la fecha en que por fin llegaría, sólo podía desearlo con todas sus fuerzas, porque cuando sucediera por fin se olvidaría de su sufrimiento.
El profeta que se colgó el cartel y predijo la fecha: el dos mil doce (¿no fue una vez el dos mil?), año en que todo se irá por la borda, al menos tal y como lo conocemos. Algunos, los menos, le hacían caso; los demás preferían vivir el presente. Ya tenían suficiente con sus propias esperas.
Un examen, un hijo, un corazón, el fin del mundo.

jueves, 19 de marzo de 2009

Guitarra


Yo de mayor quiero ser una guitarra eléctrica, para que acaricies la curva que se trace en mis caderas y rasgues las octavas de mi mente; que cuando vuelvas a casa cansado y sin ganas de hablar, lo primero que hagas tras quitarte los zapatos y arrojarlos al desorden sea recogerme y tañerme, que me hagas sonar con esa voz joven y despeinada que tanto me gusta, la voz de la gente que va a tomar copas en zapatillas; que me ames y, sobre todo, que digas que me amas, cosiendo tu voz a mis cuerdas, sí; que tu garganta vibre al son de mi amplificador, que también tú cantes con tu voz rasgada y los ojos cerrados, apretados, ciegos mientras sigues cantando y tocándome, y entonces, también entonces, digas que aún me amas, por segunda o tercera vez, no importa cuántas veces, pero sí el tono: que cojas aire, que subas un poco más y que tu voz baile sobre mí, demorándose en la u infinita que acompañará a mis acordes toda la noche, reverberando en mis tímpanos de guitarra eléctrica...

domingo, 28 de diciembre de 2008

Instrucciones para responder una pregunta

En primer lugar, cuélguese el artilugio alrededor del cuello; el material es sensible a caídas y golpes de viandantes maleducados. Extráigase la tapadera del objetivo con suma delicadeza, procurando evitar roces con el cristal inmaculado; por supuesto, alejarlo de cualquier diamante que adorne el rostro de cualquier dama que ande cerca del lugar y no sepa apreciar lo que se está haciendo. Colóquese la muesquita de la rueda en la posición manual, ignorando los automatismos, ya que la tarea a realizar merece y necesita la supervisión humana y sensible de su ojo. A continuación, búsquese la velocidad más lenta posible de exposición: a más tiempo, más luz será captada. Por último, apriétese el botoncito pequeño y aparentemente -sobre todo ante la magnitud de nuestro fin- inútil, enfocando el motivo de su duda, observando cómo toda su luz ondulante sisea hasta ese cristal perfecto, descubriendo cómo, en una imagen, se acumularán todas las respuestas que usted ha estado siempre buscando.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Fuerte

Desde pequeña, decidió que iba a ser fuerte y se preparó para cualquier cosa mala que pudiera ocurrirle. Asumió por completo la posibilidad de caer enferma; imaginó mil veces que tenía un accidente; que sus padres morían jóvenes; que no conseguía trabajo; que no encontraba marido o que el que encontraba la cosía a palizas cada vez que llegaba a casa; pensó en unos hijos nada complacientes, rebeldes y abandonados a la droga; se hizo a la idea de una muerte lenta y cuajada por la soledad.
Pero nunca se le ocurrió que debía prepararse para una salud de hierro; la buena suerte al volante; unos padres también sanos y lúcidos; el trabajo que siempre había soñado; un marido desdenciente de los ángeles; unos hijos inteligentes y maduros; en fin, todo tan perfecto, que ni siquiera le sirvió haberse preparado para morir sola y lentamente, ya que murió cuando todos estaban en casa, y muy rápido, tanto como le permitieron las treinta pastillas que se tragó en dos segundos.

sábado, 18 de octubre de 2008

El soldadito de plomo

La noticia llegó y rápido, muy rápido, adquirió la categoría de diagnóstico; él iba a morir de aquello. En el papel, la tinta aguada lloraba un llamamiento: tenía que ir al frente a luchar, a perder los mejores años de sus vidas, metiendo cada uno en una bala.



Nadie le preguntó a ella, quien ni siquiera se había planteado el resto de su vida. Ahora le obligaban a hacerlo, a enfrentarse a su ausencia, a mirar cada carta que le llegaba como la última palabra de todas las que él le había dirigido; y sólo quedaría el recuerdo de aquellas noches cuando todavía eran felices y únicamente el peso de veinte años vividos en paz cargaba sus equipajes.



Un día, no especialmente distinto, él no podía dejar de pensar en ella. En ella desnuda, en sus labios cortados por el viento y en su piel blanca y en su vestido de encaje tirado en el suelo y en su cuerpo tibio entre sueños, no podía; y decidió arriesgarse, pensó: mientras antes ganemos, antes regresaremos. Y asió su fusil con tanto coraje que el metal casi se deformó.



El ejército enemigo no era un ejército de desalmados. Al igual que él, la mayoría de ellos echaba de menos a alguien con más fuerza de la que tenían. Tuvo nuestro soldado mala fortuna cuando fue a enfrentarse a un padre de familia que había dejado, allá en su hogar, a su mujer y a dos hijitos preciosos; tuvo mala fortuna, decía, porque este rival, con más experiencia y más gente a la que recordar, descargó varias veces su arma y su alma sobre nuestro soldado, que a partir de entonces, y seguro que lo sabréis, pasó a llamarse el soldadito de plomo; no porque hubiera sido forjado por alguien, sino por todas las balas que atravesaron su torso sin preguntar, pasando a formar parte de su anatomía de carne, huesos y ahora, sólo ahora, metal.







sábado, 11 de octubre de 2008

Espejo, espejito

Aparece en la habitación, acompañada de la mezcla de olores que hace adivinar una ducha reciente. El calor húmedo del vapor de agua ha conseguido seguirla, intuyo que para empañarme. Últimamente anda un poco celoso. Ella está desnuda a juzgar por el color plano y rosa de su cuerpo al completo excepto en los lugares donde uno espera encontrar cabello; allí habita el color más azabache que mis cristales han reflejado. Poco a poco el vapor desaparece y una música suave ocupa el silencio. Ella me mira directamente y en ese momento comienza uno de los mejores placeres que conozco.

En la cama yace la mitad del contenido de su armario y justo en la almohada, muy bien doblada, la prenda elegida para una cita especial. Pero antes de eso, lo primero es lo primero; abre el cajón de su mesita de noche y escoge cuidadosamente la ropa interior. Observo cómo levanta la pierna derecha y la incluye en un tanga mínimo y negro, haciendo lo mismo con la izquierda un nanosegundo después. Sus manos levantan la tela hasta su pelvis y allí encaja con la pulcritud de una pincelada. Poco después el sostén, que coloca primero en sus pechos y luego, como por arte de magia, sin mirar, consigue abrochar en su espalda. Las medias protagonizan otro momento mágico. Enrolla una de ellas en sus manos y, manteniendo el equilibrio sobre la pierna izquierda, introduce el pie contrario y comienza a subir la finísima tela transparente que va bronceando su piel hasta la parte superior del muslo, justo por debajo de las nalgas. Hace lo propio con la media izquierda, sin caerse. El vestido, rojo y brillante, no puede esperar ni un minuto más: lo desdobla y lo presenta sobre su cuerpo, sacudiendo arrugas invisibles, permitiéndose dudar un poco. Al fin, como si fuera a zambullirse en una rosa, levanta los brazos y el raso cae sobre sus hombros. Un breve movimiento basta para que la tela cubra el resto del cuerpo, ajustándose a los senos y a la cintura, liberándose bajo los glúteos y muriendo sobre las rodillas. Me mira de nuevo y se observa mientras una sonrisa se dibuja en sus labios. Adora cómo le queda. Y ahora el turno es para su rostro; este momento es probablemente uno de los que más disfruto; me preparo al tiempo que coge un lápiz de labios y una sombra de ojos y se acerca a mí hasta que sólo unos centímetros y su condición humana nos separan. Su aliento es cálido y fresco a la vez y forma un pequeño círculo irregular sobre mí. Con un sólo ojo abierto, aplica un polvo color humo sobre el párpado cerrado; aunque la verdad es que no me suelo fijar en eso, más bien me pierdo en la pupila tridimensional y gris del ojo atento al proceso. Hace lo mismo con el otro párpado y procede entonces a pintarse los labios, su cara adopta una expresión indescriptible pero aun así atractiva; y perfila su boca con una práctica tan perfecta que cualquiera diría que mirarse a sí misma cuando lo hace es puro trámite. Justo después recoge un colgante de la mesita y lo coloca sobre su escote, haciendo que el comienzo de sus pechos parezca un yacimiento de gemas. Ya está terminando el espectáculo, sólo falta que libere su pelo recogido y calce sus zapatos de tacón favoritos.

Y todo para complacer a un humano inconsciente y nervioso, que le quitará los tacones, revolverá su pelo, deshará su maquillaje, la despojará del vestido sin ningún cuidado, le arrancará las medias, le desabrochará (o más bien lo hará ella) el sostén y borrará su tanga negro. Con suerte, si no se aman de verdad, ella llegará pronto a casa y purgará su alma en la ducha, ignorando al vapor de agua y volviendo a mí. Entonces todo volverá a empezar.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Noche de verano

El alien estaba allí, a contraluz, negro y nítido. Los chavales miraban hacia el redondel que reinaba en el cielo aquella noche, blanco y algo difuso debido a la luminosidad que desprendía. Sus ropas se hicieron un poco más claras bajo la luz y se dejaron ver las manchas inmortales de césped sobre las rodillas. El alien había interrumpido sus juegos infantiles y ruidosos; jamás pensaron que fuera tan fácil ver uno. Simplemente había que mirar a la luna con un poco de atención.

Casi no escucharon la llamada de mamá, que los convocaba para cenar. A los diez minutos todo eran tortillitas, quesitos, el yogur. El alien, condenado al olvido; y los niños jugando un poco a la consola antes de irse a dormir.

Pero el alien no se había movido de su sitio. Quizás su sangre era fría, quizás buscaba allí algo de calor.