Adela encontró el libro una de esas mañanas sin nada que hacer, mientras vagaba por la casa buscando algún incentivo, alguna cosa pequeña que la motivara para seguir con su vida y abrazar a Gabriel cuando llegara a casa. Llevaban juntos muchos años y últimamente no sentía lo mismo de siempre. Al mirarle, en lugar de ver al ángel que anticipaba su nombre, veía a un cuarentón ligeramente entrado en carnes que no le aceleraba el corazón ni siquiera en la cama. Puede que su apatía hacia Gabriel se debiera a la presencia del nuevo vecino, un joven enorme, culto y atlético que últimamente protagonizaba sus fantasías románticas y sus sueños impúdicos.
El libro se titulaba "recetario mágico". No tenía ni idea de dónde había salido; puede que fuera de Gabriel o que ya estuviera en la casa cuando se mudaron. Era un compendio de recetas de cocina nada convencional. En lugar de fórmulas para perder peso o evitar flatulencias, el volumen ofrecía remedios para todo tipo de propósitos emocionales del comensal: olvidar a un ser querido, ganar confianza en sí mismo o, cómo no, enamorarse de la primera persona que se cruzara en su camino. Esta última receta llamó su atención. Ella no creía en esa clase de cosas, pero de pronto una idea se materializó en su mente: podía utilizar la receta para darle la bienvenida oficial al nuevo vecino, y de paso animarlo a probarla ante ella. Era una pequeña locura, una ilusión tóxica que la mantendría entretenida al menos durante aquel día. Por supuesto, sabía que no funcionaría, pero soñar es gratis, se dijo.
Recopiló todos los ingredientes durante el resto de la mañana, en el mercado del barrio. La receta no tenía nada de fantástico: se trataba simplemente de un pastel de zanahoria aderezado con una mezcla inusual de especias. Cuando regresó a casa comenzó a prepararlo.
Adela era una cocinera experimentada. Cada día elaboraba un menú digno de cualquier restaurante de 50 pavos el cubierto. Tal capacidad era posible gracias a su fino sentido del gusto: no tenía más que probar una cucharilla del guiso, salsa o asado que estuviera haciendo para saber qué ingredientes había que rectificar. Aquél era un gesto automático y ella no era en absoluto consciente de ello cuando se llevaba la cuchara a la boca y paladeaba el bocado. Zanahoria, huevo, harina, eneldo, hinojo, cardamomo... Todos los ingredientes se segregaron en su boca y con satisfacción comprobó que la receta le había quedado redonda.
El destino quiso que justo en ese momento de culminación culinaria llegara Gabriel, que tenía por costumbre entrar a la cocina para saludar a Adela y observar las delicias que ella estuviera preparando.
-¡Qué bien huele, cariño! Es una receta nueva, ¿no?
Entonces, Adela abrazó a su ángel mientras tragaba.