Se encontró un ladrillo en el frigorífico. Así, sin más: un ladrillo de color ladrillo, sin restos de cemento, con sus boquetitos esperando ser rellenados de ídem, astillado en una esquina, colocado entre los yogures y el jamón york. Sólo iba a por un vaso de leche, pero la cosa se ponía interesante. Estaba en casa de su novio y hasta ahora no había encontrado nada raro, ni sucio, ni una mota de polvo. Bueno, ahora tampoco había encontrado polvo, pero desde luego lo del ladrillo era mucho mejor.
La primera vez que estuvo en la casa se le pasó por la cabeza que estaba ante la típica Limpieza de Visita; esa pulcritud que sólo se encuentra en los hogares cuando se sabe que alguien va a venir y se quiere dar buena impresión. Pero las siguientes ocasiones en las que entró, la Pulcritud seguía allí como un habitante más, de forma que seguro que también aparecía en el censo, empadronada en aquel piso. Todo tan limpio que cuando salía a la calle, de repente le daba miedo pillar garrapatas.
Y ahora el ladrillo. Desde luego, no era lo que esperaba. Habría sido más lógico encontrar allí el limpiacristales, quizás. Pero no. No lo dudó un instante y, conteniendo la risa que se gestaba en sus labios, gritó:
-Churri, ¿por qué hay un ladrillo en la nevera?
Churri llegó a la cocina con una expresión de asombro en el rostro. La miraba con los ojos muy abiertos y, cuando ella pensó que iba a alucinar por lo del ladrillo, su novio le preguntó:
-¿Acaso tú no tienes un ladrillo en el frigorífico?
<<¿Cómo?>>, pensó ella. Por un momento se preguntó también qué clase de novio se había echado.
-¿Por qué razón iba a tenerlo? -contestó ella al modo periodista.
-No sé -adujo él-, todo el mundo tiene un ladrillo en el frigorífico. Es lo normal. Nunca me había planteado que no se pudiera tener uno. Es el ladrillo del frigo. Supongo que es algo necesario.
“Algo necesario”. Algo necesario, supo ella entonces, era salir de allí corriendo. Su churri se había vuelto majara. O eso, o su familia lo estaba, pero en cualquier caso tenía que poner distancia con ese ladrillo, al menos hasta que se le olvidara. No iba a dejar a su novio por eso, pero necesitaba un tiempo para asimilarlo.
Cogió el coche y se fue a casa. Durante el trayecto no pudo evitar rebuscar en su memoria para recordar si en su propia casa había algo parecido a un ladrillo en el frigorífico. Quería con todas sus fuerzas que su novio fuera normal, así que estaba dispuesta a investigar por algunas casas en busca de ladrillos refrigerados. Puede que fuera algo común y no hubiera de qué preocuparse.
Al llegar a casa abrió la nevera pero no encontró nada raro allí. Huevos, leche, lechuga; lo normal. Al día siguiente iría a visitar al vecino con cualquier excusa, y buscaría ladrillos en su frigorífico.
Estaba cansada. Iba a acostarse e intentar no pensar en las rarezas de su churri. Pero antes, una ducha... Sí, eso le vendría bien. Se desnudó, se arrugó el pelo en un moño, se puso el gorrito para no mojárselo y se colocó debajo del agradable chorro de agua, no sin antes sacar la tostadora de la bañera y colocarla en un banquito. No quería ni pensar lo que pasaría si algún día, a alguien, antes de ducharse, se le olvidara tal pequeñez y se electrocutara, por culpa del agua, con la tostadora de la bañera. Sería una desgracia.
La primera vez que estuvo en la casa se le pasó por la cabeza que estaba ante la típica Limpieza de Visita; esa pulcritud que sólo se encuentra en los hogares cuando se sabe que alguien va a venir y se quiere dar buena impresión. Pero las siguientes ocasiones en las que entró, la Pulcritud seguía allí como un habitante más, de forma que seguro que también aparecía en el censo, empadronada en aquel piso. Todo tan limpio que cuando salía a la calle, de repente le daba miedo pillar garrapatas.
Y ahora el ladrillo. Desde luego, no era lo que esperaba. Habría sido más lógico encontrar allí el limpiacristales, quizás. Pero no. No lo dudó un instante y, conteniendo la risa que se gestaba en sus labios, gritó:
-Churri, ¿por qué hay un ladrillo en la nevera?
Churri llegó a la cocina con una expresión de asombro en el rostro. La miraba con los ojos muy abiertos y, cuando ella pensó que iba a alucinar por lo del ladrillo, su novio le preguntó:
-¿Acaso tú no tienes un ladrillo en el frigorífico?
<<¿Cómo?>>, pensó ella. Por un momento se preguntó también qué clase de novio se había echado.
-¿Por qué razón iba a tenerlo? -contestó ella al modo periodista.
-No sé -adujo él-, todo el mundo tiene un ladrillo en el frigorífico. Es lo normal. Nunca me había planteado que no se pudiera tener uno. Es el ladrillo del frigo. Supongo que es algo necesario.
“Algo necesario”. Algo necesario, supo ella entonces, era salir de allí corriendo. Su churri se había vuelto majara. O eso, o su familia lo estaba, pero en cualquier caso tenía que poner distancia con ese ladrillo, al menos hasta que se le olvidara. No iba a dejar a su novio por eso, pero necesitaba un tiempo para asimilarlo.
Cogió el coche y se fue a casa. Durante el trayecto no pudo evitar rebuscar en su memoria para recordar si en su propia casa había algo parecido a un ladrillo en el frigorífico. Quería con todas sus fuerzas que su novio fuera normal, así que estaba dispuesta a investigar por algunas casas en busca de ladrillos refrigerados. Puede que fuera algo común y no hubiera de qué preocuparse.
Al llegar a casa abrió la nevera pero no encontró nada raro allí. Huevos, leche, lechuga; lo normal. Al día siguiente iría a visitar al vecino con cualquier excusa, y buscaría ladrillos en su frigorífico.
Estaba cansada. Iba a acostarse e intentar no pensar en las rarezas de su churri. Pero antes, una ducha... Sí, eso le vendría bien. Se desnudó, se arrugó el pelo en un moño, se puso el gorrito para no mojárselo y se colocó debajo del agradable chorro de agua, no sin antes sacar la tostadora de la bañera y colocarla en un banquito. No quería ni pensar lo que pasaría si algún día, a alguien, antes de ducharse, se le olvidara tal pequeñez y se electrocutara, por culpa del agua, con la tostadora de la bañera. Sería una desgracia.