Aparece en la habitación, acompañada de la mezcla de olores que hace adivinar una ducha reciente. El calor húmedo del vapor de agua ha conseguido seguirla, intuyo que para empañarme. Últimamente anda un poco celoso. Ella está desnuda a juzgar por el color plano y rosa de su cuerpo al completo excepto en los lugares donde uno espera encontrar cabello; allí habita el color más azabache que mis cristales han reflejado. Poco a poco el vapor desaparece y una música suave ocupa el silencio. Ella me mira directamente y en ese momento comienza uno de los mejores placeres que conozco.
En la cama yace la mitad del contenido de su armario y justo en la almohada, muy bien doblada, la prenda elegida para una cita especial. Pero antes de eso, lo primero es lo primero; abre el cajón de su mesita de noche y escoge cuidadosamente la ropa interior. Observo cómo levanta la pierna derecha y la incluye en un tanga mínimo y negro, haciendo lo mismo con la izquierda un nanosegundo después. Sus manos levantan la tela hasta su pelvis y allí encaja con la pulcritud de una pincelada. Poco después el sostén, que coloca primero en sus pechos y luego, como por arte de magia, sin mirar,
consigue abrochar en su espalda. Las medias protagonizan otro momento mágico. Enrolla una de ellas en sus manos y, manteniendo el equilibrio sobre la pierna izquierda, introduce el pie contrario y comienza a subir la finísima tela transparente que va bronceando su piel hasta la parte superior del muslo, justo por debajo de las nalgas. Hace lo propio con la media izquierda, sin caerse. El vestido, rojo y brillante, no puede esperar ni un minuto más: lo desdobla y lo presenta sobre su cuerpo, sacudiendo arrugas invisibles, permitiéndose dudar un poco. Al fin, como si fuera a zambullirse en una rosa, levanta los brazos y el raso cae sobre sus hombros. Un breve movimiento basta para que la tela cubra el resto del cuerpo, ajustándose a los senos y a la cintura, liberándose bajo los glúteos y muriendo sobre las rodillas. Me mira de nuevo y se observa mientras una sonrisa se dibuja en sus labios. Adora cómo le queda. Y ahora el turno es para su rostro; este momento es probablemente uno de los que más disfruto; me preparo al tiempo que coge un lápiz de labios y una sombra de ojos y se acerca a mí hasta que sólo unos centímetros y su condición humana nos separan. Su aliento es cálido y fresco a la vez y forma un pequeño círculo irregular sobre mí. Con un sólo ojo abierto, aplica un polvo color humo sobre el párpado cerrado; aunque la verdad es que no me suelo fijar en eso, más bien me pierdo en la pupila tridimensional y gris del ojo atento al proceso. Hace lo mismo con el otro párpado y procede entonces a pintarse los labios, su cara adopta una expresión indescriptible pero aun así atractiva; y perfila su boca con una práctica tan perfecta que cualquiera diría que mirarse a sí misma cuando lo hace es puro trámite. Justo después recoge un colgante de la mesita y lo coloca sobre su escote, haciendo que el comienzo de sus pechos parezca un yacimiento de gemas. Ya está terminando el espectáculo, sólo falta que libere su pelo recogido y calce sus zapatos de tacón favoritos.
Y todo para complacer a un humano inconsciente y nervioso, que le quitará los tacones, revolverá su pelo, deshará su maquillaje, la despojará del vestido sin ningún cuidado, le arrancará las medias, le desabrochará (o más bien lo hará ella) el sostén y borrará su tanga negro. Con suerte, si no se aman de verdad, ella llegará pronto a casa y purgará su alma en la ducha, ignorando al vapor de agua y volviendo a mí. Entonces todo volverá a empezar.